lunes, 25 de agosto de 2014

Sentencia

Era una muñeca en sus brazos, una tan rota y delicada como bella y siniestra. En adoración silenciosa le miraba manejarla, manipularla, desnudarla a su antojo, develando sus secretos con insultante facilidad, sobre todo la forma en que leía en su alma aquellos pensamientos grabados a fuego y sal sobre su endeble voluntad.
Pero no había más que decir o hacer, él se había convertido en su único aliento, se aferraba a su ser tan fuerte como su perversa debilidad le permitía, ansiando y buscando el calor de sus llamas como polilla de alas dañadas, tan deslumbrada y perdida estaba que apenas si notaba la manera en que las flamas de su amor mendigado la consumían, reduciéndola poco a poco a cenizas, a nada. No importaba en realidad, siempre se había sentido nada desde adentro hacia afuera, y ahora su existencia se había vuelto tan etérea que le era imposible mirar su propio reflejo.

Y él le daba lo que necesitaba, y ella lo quería hasta la médula, amaba su oscuridad, adoraba su abrazo protector, su mirada profunda y juiciosa, su intoxicante aroma, aquella dulce y peligrosa labia que coronaba su aguda inteligencia, su estúpida y desabrida honestidad, su desconcertante forma de adorarla, su terrible vena de manipulador, su actitud de jugador experto, la forma en que la tranquilizaba, o la manera en que la agitaba aún sin quererlo. La verdad es que podía tanto enfriarla como calentarla de un segundo a otro. Y ahí estaba él: jugando como un niño con el termostato que ella buscaba tan desesperadamente mantener en rojo, y aun cuando la arrastraba al punto de congelación, ahí estaba ella de nuevo pendiendo de un hilo, sabiendo que un grado menos significaría la muerte; pero él nunca le permitía tocar fondo y en cambio la elevaba de nuevo en un súbito vuelo, digno de un águila. Y cuando se acostumbraba a la seguridad de sus alas nuevamente la dejaba caer de forma lenta y cada vez más profunda.

Sabía que algún día ya no regresaría desde las alturas por ella, algún día le dejaría a su suerte, para alcanzar por fin el fondo de su miseria, y asi terminar de romperse, solo entonces sería el fin; y era precisamente aquel pensamiento el que le consumía viva cada eterna y fría noche, cada mañana de luz mortecina. Envolviéndola cada vez en una manta de tibia ansiedad que la mantenía siempre al borde, como un hilillo de esperanza resbalando entre sus dedos a medida que caía de nuevo. Siempre era lo suficientemente fuerte como para aferrarse, y a la vez demasiado débil como para dejarlo ir. No era dueña de si, y quien sabe si volvería a serlo algún día, la única prueba de vida existía solo en su mente, pero se trataba solamente un susurro, una oración íntima que se proyectaba desde el fondo de su ser, formando un interminable eco y haciendo mella en su alma: “Dame una sentencia: dame muerte o dame vida. Pero dámela ya”